viernes, 20 de febrero de 2009

El viejo tema del poder y la autoridad

Prometí contestar a los comentarios de la última entrada y, por fin, encuentro el momento. Encuentro sumamente estimulantes los últimos comentarios de mi gran amigo Anónimo -empiezo a intuir quién es- así como los de Adrián, persona brillante y precoz. La cuestión para mi gusto no es política, en el sentido en que hoy empleamos el término; esto es, lo que está en disputa no es una diatriba ideológica, como muy bien puede verse por el rango de nuestro debate. El tema de fondo es filosófico, si se quiere, o literario, como intentaba defender. O sea, una cuestión que tiene que ver con la palabra. Dar la palabra... Con ella no se puede hacer otra cosa. En su último comentario, Anónimo decía que el Presidente tiene menos poder del que creemos. Por hacerme el gallego: eso dependerá de cuánto poder creemos que tiene. yo creo que tiene, al menos, el poder propio de un presidente de gobierno. Lo que está en juego es qué ocurre cuando quien tiene el poder, no tiene la autoridad y, sin embargo, eso a nadie le importa. A mí me parece que lo que nos jugamos en ese envite es nuestra propia integridad como ciudadanos. Quien está curado de espanto tiene algunas ventajas y, al menos, un inconveniente: puede no ser sensible al asombro. Estos día he estado hablando de "autoridad" comentando el capítulo X de El Principito. La autoridad, lo aprendí hace años, en su versión más teórica, de Jaspers, está relacionada con el respeto, la reflexión y la admiración, respecto de la sabiduría que hay en la tradición heredada. O sea, el respeto por lo verdadero. Evidentemente solemos confundir poder con autoridad, pero, siendo ambas cuestiones prácticas, el poder nos suele repugnar, porque pretende justificarse por sí mismo o, al menos, porque no se justifica por la autoridad. Esto es, porque no se hace respetar y, no obstante, exige respeto e incluso sumisión. La sumisión al poder se entiende muy bien como sumsión a la ley. Este, como sabemos, es un torcido y devastador invento moderno, que ha obviado, entre otros momentos sublimes de la historia, a Sócrates. La legitimación de la ley no tiene salida en cuanto se hace explícita, porque lo que merece respeto lo merece por sí mismo, no por algo al margen de ello. Así, la autoridad tiene ganado el respeto por el ejemplo, no por la decisión ulterior que decide si algo es autoridad -la merece- o no. El poder que se sustenta, no en sí mismo, en el ejemplo práctico tal cual -como el que ejerce un padre sobre su hijo o un buen maestro sobre un buen aprendiz-, sino e un juego previamente pactado, es el poder que repugna y es aquel del que decimos siempre que corrompe. No sólo corrompe al que lo detenta, sino a aquellos sobre los que se ejerce -o se comete-. Yo abogo más bien por el poder entendido en sentido aristotélico -que me corrija Anónimo-, como potencia. La potencia depende de lo que se es, porque lo que se puede no es lo posible, sino lo real. Si no digo la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad pierdo, no sólo credibilidad, sino autoridad. La política basada en el poder y no en la verdad (¡aunque fuese mi opinión subjetiva acerca de lo verdadero!), pierde toda su legitimidad, a pesar de que tenga el respaldo de la ley. Si creemos más en la ley -en el jueg político- que en su legitimidad, no creemos en nosotros mismo porque, para empezar, no tenemos nada que decir hasta que no se apruebe qué se puede decir. Cuando se habla de crisis de valores y de la problemática relativista creo que se apunta justamente a esto: a que la legitimación a posteriori es una trama que nos deja inermes ante la elección del poderoso y, lo que es peor, nos hace creer justificados por los que son capaces de mentir para ejercer el poder. Por esta senda, la libertad ciudadana queda extinguida y, por tanto, no podemos esperar compromiso, ni político, ni literario. Ni con las ideas, ni mucho menos con las palabras. Para eso se han invetado los blogs, para evitar el atropello de decir sin decir nada porque da igual que lo que diga me lo crea o no, mientras la mayoría haya depositado su confianza (?) en mí. El problema real de la democracia es, también, que la verdad puede no tener que ver con la realidad. Y eso, en mi modesto punto de vista, o es un contrasentido, o no he entendido nada hasta ahora. Abrazos.