jueves, 28 de diciembre de 2017

Píldoras filosóficas II

Hoy voy a hablar de tópicos inservibles: la motivación y la autoestima.
En el mundo de los libros de auto ayuda son dos de las expresiones más recurrentes. Quien haya dado algún paseo por este tipo de publicaciones se habrá dado cuenta de que dichos libros encierran una paradoja inadmisible en el mejor de los casos; una contradicción flagrante en el peor.

Si el libro me ayuda, no es de auto-ayuda. Y si el libro realmente tiene algo de verdad, lo que me ayudaría no es que otro me diga cómo he de hacer las cosas, conducir mi vida, relajarme... Es decir, la ayuda propia sólo puedo dármela yo a mí mismo; por tanto, la obra en cuestión irá a la papelera.

Definamos brevemente cada una de estas expresiones estrella de la literatura psicológica divulgativa.

1. La motivación es aquello que mueve a una persona a hacer lo que hace. Alguien desmotivado es quien no se mueve, aquel a quien moverse le cuesta. Y la razón de ese estatismo puede estar dentro de uno mismo o fuera. Puede suceder que no me mueva porque alguien me lo impide, por ejemplo, proponiéndome constantes obstáculos. Pero también puede ocurrir que no tenga ninguna ilusión, ninguna meta que alcanzar, por lo que evitaré hacer cosas que carecen de sentido, que no están llamadas por nada. La desmotivación interior nunca es un problema si existe una motivación exterior. Si tengo una meta estoy motivado, y también si alguien me la marca (así, por ejemplo, aunque nos resulte costoso cada día, acudimos regularmente al trabajo)

La desmotivación puede definirse fundamentalmente como falta de objetivos. Los motores que nos mueven están dentro de nosotros en la medida en que están fuera. Si soy yo el que he de motivarme, de moverme a mí mismo, probablemente mi capacidad de movimiento vaya disminuyendo. Probablemente porque no siempre podré moverme hacia donde quiero. No siempre me estará permitido o no siempre poseeré fuerzas para llevarlo a cabo.

Algunas obras de autoayuda suelen achacar la falta de motivación a un problema interno fácil de resolver, cuando en realidad dicha ausencia se encuentra fuera. Quien se sabe querido no necesita motivación propia, ya la recibe de fuera. Por eso, si erramos el tiro, estamos condenados a fracasar, en el caso de que nos empeñemos en disparar de la misma manera. No busques una motivación fácil dentro de ti, sino fuera.

2. La autoestima es un querer hacia dentro o hacia sí. ¿No podría confundirse con el egoísmo o la presunción? Seguramente quien tiene "baja" autoestima lo que tiene es baja estima por parte de los demás. Sin lugar a dudas, el aprecio de sí es algo connatural a la subjetividad. Todos nos cuidamos y apreciamos a nosotros mismos y suicidarse no se debe tanto a no quererse como a no ser querido. Porque uno no puede desdoblarse para ser espectador de sí mismo. Si no tengo autoestima porque soy feo o inútil, lo que ocurre es que interpreto que así es como me juzgan los demás. Algo que, por lo demás, proviene de mi forma de ser o mi comportamiento.

Por tanto, las cosas, en este sentido, dependen de mi interpretación de lo que los demás piensan de mí. Y eso, a su vez, de las conductas que tienen con respecto a mí. Lo cierto es que es tan probable que me equivoque con respecto a lo que los demás piensan de mí, como que acierte. Lo relevante, sin embargo, es que eso no puede afectarme más de lo normal. La falta de autoestima significa, por tanto, un problema referido a la importancia que damos al juicio de los demás. Si tenemos en cuenta que nuestra valoración está expuesta al error, de manera habitual y, más cuanto más pendiente estoy del papel que represento ante el resto, el problema de la autoestima merece ser disuelto en lugar de resuelto. Esto es, prescindir del concepto para intentar hacernos valer (o mejor, querer) ante los demás siendo como somos. Pues, al igual que nuestras madres hacen con sus hijos, cada cual se querrá a sí mismo con independencia de sus defectos.

Esto es, no obstante, sólo sentido común. La vida occidental contemporánea quizá ponga muy difícil pensar según el sentido común, en lugar de hacerlo a partir de los dictados de la psicología ficción. Yo no encuentro mejor solución a los enredos derivados del uso desmedido de ambos términos.


viernes, 1 de diciembre de 2017

Píldoras filosóficas. I

No me gusta el nombre "píldora", con el que frecuentemente nos referimos a textos de pequeña extensión, que suelen utilizarse en ámbitos psicológicos y pedagógicos. Se trata de una especie de breves consejos, de explicaciones sencillas que pretenden servir de ayuda a una finalidad pretendidamente profunda. No he oído hablar de "píldoras filosóficas". A pesar de que, insisto, la expresión me parece desafortunada, creo que lo que quiero compartir son precisamente eso: composiciones no muy largas que puedan servir de ayuda para la práctica de la filosofía, esto es, que sean útiles a la reflexión. Por tanto, a riesgo de no producir verdaderas píldoras, me propongo ofrecer breves artículos sobre temas tan diversos, que a duras penas me daría para poder decir de qué quiero hablar.

Hoy hablaré de la Pereza.

Para muchos la Pereza es un vicio que se opone a la virtud de la Laboriosidad. La Laboriosidad, a su vez, remitiría a una virtud más alta, la Fortaleza. Ésta puede ser definida como la costumbre de empeñarse en ser uno mismo más allá de las dificultades. Siempre he pensado que la Filosofía Estoica es un desarrollo estricto de la virtud de la Fortaleza. Porque el combate que el estoicismo propone con los cambios de fortuna, los sentimientos, las cosas que nos pasan, que no dependen estrictamente de nosotros, seguramente consiste en una pugna por ser fuerte a pesar de las dificultades. Por ello, la Fortaleza incide en el vigor del ánimo. Se trata incluso de una síntesis de la virtud como tal. Si ser virtuosos -siempre se ha dicho- nos hace fuertes (vis, fuerza), la fortaleza podría ser, vista desde la filosofía de la Estoa, la virtud de la virtudes (en lugar de la Justicia o la Prudencia, como quisieron Platón y Aristóteles, respectivamente).

Pues bien, la Pereza es uno de los problemas que más frontalmente se oponen a la Fortaleza. La Pereza es la costumbre de dejar de hacer lo que uno se propone o aquello a lo que se es llamado, por el mero hecho de dejar de hacerlo. Sí, tal cual: el perezoso no quiere hacer otra cosa que lo que se le dice o se dice que ha de hacer, sino tan sólo no hacerlo. La pereza -la escribo con minúscula a partir de ahora- es una negación. El perezoso puede no levantarse a la hora, o no ir a comprar el pan. Puede, tal vez, dejar el estudio para después o no cambiar de canal por no estirar el brazo. Estamos ante una persona cansada. ¿Cansada de qué o por qué? No se ha realizado un ejercicio especialmente agotador, nada concreto hay que achacar a un plus de esfuerzo; sin embargo, "no me apetece". Pero no hay una falta de disposición puntual, sino más bien habitual. La pereza es un vicio y, por tanto, ha de ser un hábito, siguiendo a los clásicos. Por eso, un perezoso no es aquel al que le cuesta esto concretamente, sino quien encuentra una dificultad más amplia, que se extiende a lo largo de todo aquello que en un momento dado no le es apetecible.

Entendida así, la pereza, lejos de ser un acto, indica una tendencia. Si tiendo a acusar toda contrariedad por oponerse a mis apetencias, ser perezoso me convierte realmente en una persona débil. Para muchos se trata de la madre de todos los vicios, no sin razón. Y con frecuencia, utilizamos la palabra para referirnos a lo que tendemos a evitar o, si se quiere, aquello con lo que no congeniamos. "Me da pereza escucharle, siempre me habla de cuestiones sin interés para mí". "Uf, ahora clase de Lingüística, qué pereza". Es como si en el uso del término hubiésemos derivado hacia un significado del vicio que lo reduce a un genérico "no me gusta, me resisto a pasar por ahí, mejor lo dejo, paso de ello". Lo que llama la atención es que la pereza misma posee la capacidad de extenderse, de llenar, de hacer general una actitud. Pero no una concreta ante una circunstancia determinada, sino una general hacia muy diversas variables de lo que rechazamos. O sea: la pereza es una generalización.

De este modo, el spleen del que habló Baudelaire, el hastío, el aburrimiento, son horizontes habituales sobre los que a duras penas sobrevive el perezoso. Y así, puede convertirse en una actitud ante la vida. Incluso en una manera de ser. Podría ocurrir que alguien fuese, por encima de todo, perezoso. Se agarraría a otras cualidades para justificar el seguir teniendo ganas de vivir, pero en el fondo se encontraría cansado de poner empeño en cualquier circunstancia que no le resultase favorable o fácil en el momento. El perezoso está a punto de ser consumido por la fuerza del tiempo. Casi carece de toda esperanza, pues la fuerza de la costumbre es justamente su única fuerza y, dado que ésta está ausente en cualquiera de sus acciones, se deja llevar; ha entregado su vida al natural pasar de los acontecimientos.

El perezoso sabrá encontrar en sí mismo al héroe que siempre buscó con relativa facilidad. Bastará con que alguna vez haga algo que no le apetezca, con plena consciencia del extremo valor que necesita reunir para ello. Esa es quizá la única tabla de salvación a la que podría agarrarse para poder hacer algo nuevo. La razón por la que hemos de huir de la pereza es la conciencia de que la novedad debería ser más fuerte que el cansancio. Y entonces, ¿qué puede resultar nuevo para el perezoso? Únicamente aquello que venga de fuera, algo que él mismo no pueda darse: un beso, una sonrisa o un empujón; pero nunca una razón plausible.