martes, 16 de enero de 2018

Telegrama

Qué bello término; línea a distancia. Palabras a distancia...

Con las palabras podemos hacer mucho más que enviar mensajes; podemos escribir el conjunto de esperanzas en que consiste nuestra infatigable sed de seguir existiendo mejor que antes.
Los buenos deseos del Año Nuevo debían de tener un sabor muy especial en la época en que nos transmitíamos las noticias urgentes mediante telegramas. Yo no lo he vivido, pero puedo imaginármelo. En realidad un Whatsapp es un telegrama. Pero como está al alcance de cualquiera en cualquier momento, los mensajes han perdido el protagonismo de las palabras. Los emoticonos son prueba de ello. Ya dejé dicho hace muchos años que una palabra vale más que mil imágenes. Y, sin embargo, nos empeñamos en desgastar las palabras con nuestro lenguaje de inmediatez y de entretenimiento.

Podemos escribir decenas de mensajes estando distraídos. Eso es imposible imaginarlo para el caso de los telegramas. Uno de ellos podía decir, por ejemplo: "Te espero en el café del otro día. A la misma hora. No faltes, por favor". Cada letra tenía precio. No podías extenderte, como en los twits. Pero no por intentar que el mensaje fuera corto para que lo leyese más gente, como es el caso, sino porque cada signo costaba un dinero. Qué bueno sería, en ese sentido, que lo que decimos en las redes sociales nos costase dinero; nos pensaríamos si decirlo o no y a quién.

Si a uno de nosotros nos mandasen un telegrama como el del ejemplo, ¿qué nos ocurriría? El contenido de las palabras que nos dirigen está repleto de vida: y nuestra imaginación puede ensancharse sin límite para intentar averiguar qué nos querrá decir. Releeremos el telegrama una y otra vez, para buscar dobles sentidos, intenciones ocultas. Como sucedía en las cartas de amor. Uno podía leer y releer, incluso observar la grafía. Podía imaginar el estado anímico de quien escribía a partir de lo dicho, de cómo estaba dicho y de cómo estaba escrito. Hasta hace muy poco existían personas que escribían en negro o en azul dependiendo de su estado de ánimo.

A diferencia de una carta, el telegrama poseía la marca propia de la poesía, pues la economía lingüística es un requisito insoslayable en la transmisión de lo importante. Como es de esperar en los versos, ni una palabra, ni un signo de puntuación están de más; se persigue la precisión antes incluso que la belleza. El poeta no es un escribiente, no se dedica a escribir sin más, sino que está llamado a decir lo imprescindible, en el doble sentido de lo que se necesita imperiosamente y lo que puede decirse casi con el silencio. Si algo puede transmitirse con apenas unos signos será más fácil de recordar y además, estará presente siempre, como la canción sublime cuya repetición es siempre un motivo de alegría. "No faltes, por favor", resonará acaso a lo largo de los años en nuestra mente y la memoria quedará prendada del tacto incluso del telegrama.

No podemos acostumbrarnos a la fealdad de las acotaciones, a las expresiones del tipo "xq", en las que se confunde la economía lingüística con la pereza para decir. No debemos caer en la tentación de escribir menos si la intención que nos mueve no es poética o telegramática. Si no cuesta dinero, ¿por qué dejar de escribir las palabras, en toda su belleza gráfica, a cuenta tan sólo de unos miserables segundos; que no es otra cosa la que ahorramos en el mal decir. Pues no es cuestión de velocidad, el telegrama era rapidísimo. No, lo que hemos creído ganar por el camino es la inmediatez, muy diferente de la velocidad.

Ahora bien, ¿lo importante no será que nos entiendan en profundidad, que haya una comunión en la comunicación? Escribir lo puede hacer casi cualquiera, pero decir la verdad, ese oficio que toca a los poetas, resulta más difícil de ser asumido como propio cuando ya no hay telegramas.

jueves, 11 de enero de 2018

El marqués de Salamanca

En las vacaciones navideñas tuvimos la ocurrencia de hacer pasar una mañana turística por Madrid a mis hijos y sobrinos pequeños. Se trataba de ahorrarnos lo que un guía turístico estaba dispuesto a embolsarse por enseñarnos el Madrid de los Austrias, o de las Letras y, por supuesto, la zona del Bernabeu.

Hacía tiempo que llamaba mi atención el que el barrio de Salamanca debiese su nombre a un personaje, un marqués que, al parecer, había sido el propietario de los terrenos en los que hoy se sitúa la llamada "Milla de oro" y, en general, la zona más chic de la ciudad. Así que decidí ponerme a investigar un poco, con la intención de poder realizar una ruta que resultase llevadera para los niños y atractiva para los mayores. Todo partía de un plan, aprobado en el año 1860, llamado "Ensanche de Madrid", encargado a un ingeniero y arquitecto llamado Carlos María de Castro, que vivió en la calle Fernando el Santo, 14.

Comenzamos por el museo Lázaro Galdiano, en Serrano esquina con María de Molina y lo cierto es que deberíamos haber terminado allí. Por si no lo habéis visitado, he de decir que vale mucho la pena (el tipo fue ante todo coleccionista de arte y llegó a reunir 12.000 piezas). Después fuimos capaces de ver por fuera varios palacios y palacetes del barrio, la mayoría de ellos construidos a principios del siglo XX. Hay un arquitecto muy prolífico en el barrio, seguramente el que más edificios proyectó, llamado Saldaña, que realizó obras muy meritorias. Algunos edificios de la época están destinados hoy al alquiler de pisos, por ejemplo en la calle Velázquez, 63. Otros son sedes de embajadas, como la italiana, en la calle Lagasca.

Me arrebató la biografía del marqués, José de Salamanca y Mayol, malagueño de nacimiento, aventurero, hombre cercano a la corona de Isabel II, enemigo y luego amigo de Narváez, hombre de negocios, que había estudiado Filosofía y Derecho. Fue, según cuentan, el hombre más rico de Europa en el último cuarto del XIX; y fue capaz de arruinarse y morir en Carabanchel desposeído de todos sus palacios en el barrio que lleva el nombre de su título nobiliario.

Salamanca fue bastante "trepa", por lo que parece. Y leer sobre él y sobre Lázaro Galdiano te permite avanzar un siglo en la historia y ver que, por ejemplo, lo de defraudar y llevar colosales sumas de dinero a Suiza no es sólo un signo de nuestro tiempo, sino que se llevaba a finales del XIX. La historia de ese siglo no sólo es apasionante desde casi cualquier punto de vista, sino que permite entender la actualidad sociopolítica española mucho mejor que la dictadura de Franco y la democracia en la que más o menos vinimos al mundo los de nuestra Generación.

Qué bueno sería encontrar a alguien de entre nosotros que pudiera guiarnos, por poner un ejemplo, por el museo al aire libre que hay a la altura de la calle Eduardo Dato, en pleno Paseo de la Castellana y las zonas de alrededor, con esculturas de autores españoles de Vanguardia. ¿Sabíais que hay una "Sirena Varada" de Chillida? Otras excusas también serían buenas para que padres e hijos nos diésemos una vuelta para descubrir tanta realidad enterrada en Madrid, a la que no prestamos ojos porque el semáforo se ha puesto en verde. Sobra decir que es tan sólo una idea.

martes, 9 de enero de 2018

Describa en tres minutos...

...todo lo que pasa por su cabeza. Evite pensar en dos cosas al mismo tiempo. No sea ridículo, no se pare a pensar en qué es lo que va a dejarle en mejor lugar -para eso bastaría con arreglarse un poco el pelo y limpiar de vez en cuando sus zapatos (o mejor, usar zapatos en lugar de deportivas)-. No arriesgue, no permita que su imaginación le juegue una mala pasada yéndose por los cerros de Úbeda. ¿Que dónde están esos pequeños accidentes geográficos? No sea maleducado, no estamos aquí para perder el tiempo. Es más, no estamos en este lugar, en esta circunstancia, en el presente momento, sino para perderlo. A ver, describa:

-Bueno, umm, bien; me gustan las palabras. Por ejemplo, "divulgativo", "pendejo", "volátil", "bisturí". Me gusta pronunciar "arquetípico", "soslayar" y... sobre todo "treta"; cuando digo "treta" es como si el mundo se resumiese, encogiéndose a mi antojo, sirviéndome un sentido bien definido, pequeño y familiar. Digo "treta" y las cosas están en su sitio, quizá porque son pocas, como si dos sílabas cerrasen un círculo complejo y completo. Pero no por eso voy a echarme a dormir sin más.

También me gustan los avatares, no la palabra, que es forzada, poco sutil, incómoda si la introduces en una conversación coloquial. Lo que me interesa son las cosas pequeñas que tienes que describir cada día para confirmar que han sucedido verdaderamente. Detesto la menta; nunca me gustó el olor de los chicles de clorofila, ni los chicles mismos (la palabra es odiosa, por lo demás). Odio también los lugares comunes, las frases hechas y lo vulgar. Todo ello me deja parado, sin capacidad para pensar ni decir nada oportuno. Debo de poner cara de idiota cuando alguien mantiene con enérgico convencimiento que los políticos son todos unos loquesea. Me traslado a otros mundos mientras la gente a mi alrededor repite noticias que ya he oído en la radio. Cuando me dicen "Feliz año" por el Whatsapp me planteo si debo no responder para acabar con una costumbre que no me gusta, y siempre acabo por contestar.

Pero estoy cayendo de nuevo en lo mismo, doctor, vuelvo a hablar de mí, de mis manías, que en el fondo tampoco me importan tanto. Lo que odio no es algo de lo que reniegue. Tampoco me encuentro tan incómodo en las situaciones cotidianas, a pesar de que me parezcan una pérdida de tiempo y de sentido.

-¿Una pérdida de sentido?

-Sí. Ya sabe que para mí lo del sentido de la vida es como para mi padre el postre. Si no lo toma es como si no hubiese comido, dice. Si lo que se comenta a mi alrededor no tiene visos de apuntar a una finalidad, a una manera de hacer las cosas; si no esboza un signo que ayude a entender una manera de ser, las palabras nublan mi consciencia. A veces incluso me mareo si la conversación sube de tono. Quiero decir, si los tópicos y las insensateces se prolongan, necesito sentarme para no caerme redondo y, en lugar de ello, suelo asentir con un gesto, o incluso añadir: "Desde luego". Soy una arpía, una alimaña, un perfecto desheredado que, no obstante, da la sensación de esperar algo de cada cual. ¿No le parece que si no hay sentido, entonces reina el absurdo? ¿Es soportable vivir para el sinsentido?

-Bien, ha pasado su tiempo. Hemos rebasado los tres minutos y no me ha dicho usted nada de lo que pasa por su cabeza, sino tan sólo cosas que hay en su cabeza. El próximo ejercicio va a ir más al grano, para que no se me escape usted por la tangente.

-¿No ha pensado usted siempre que la tangente era como un leve roce, íntimo, silente, delicado y triste?

-No se vaya por las ramas...

-La tangente de las ramas, acariciando cada abrupta corteza, cada grácil hoja temblorosa, cada guiño esquivo del sol entretejiendo amaneceres... No me haga caso. Discúlpeme. Me hablaba del próximo ejercicio.

-Sí, el siguiente va a ser sin palabras.

jueves, 4 de enero de 2018

Diálogos -a duras penas- con mi dentista

En la sala de espera del dentista es fácil cruzar miradas cómplices con aquellos que, como uno mismo, van a ser sometidos a esa humillación imprescindible de dejarse hurgar una parte tan íntima como la boca.

Pero pronto, si consigues evitar mirar el teléfono móvil y aprovechar tu tiempo, puedes imaginar qué le pasa a cada uno de tus compañeros accidentales: ¿necesitará un mero empaste o se le habrá complicado la situación de tal manera que requiera una ortodoncia? ¿Cuántas fundas llevará la señora de la esquina? ¿Será la primera vez que viene, estará aquí por una muela del juicio? Y ese señor con esa apariencia tan noble; se diría que se ha equivocado de especialista, no debería pasar de tener problemas de cefaleas...

Cuando sonó mi nombre en la voz alta de la enfermera, un escalofrío recorrió cada una de mis células. Por un momento recordé la escena de El Verdugo de Berlanga. Pero esta vez yo no era el verdugo, sino el condenado. Me dirigía firme y confiado al paredón de la silla reclinable (¿eléctrica?). Y por aquello de romper el hielo y hacerle más amable el trago a la doctora, le espeté: "¿cree que todas las dentaduras son iguales?"

-¿Qué quiere decir?

-Tal vez que para usted una dentadura es igual que otra. Después de una experiencia tan dilatada, supongo que para su parecer todos los dientes se parecen. Si yo fuese un cirujano que opera del estómago, no tendría en cuenta si se trata del apéndice de una joven bien parecida o el de una anciana moribunda. Lo importante en esos casos es el estómago como tal. Y, en ese sentido, quizá pensaría que todos son, a fin de cuentas, iguales. Pues lo mismo en el caso de los dientes.

-Es usted muy gracioso, nunca lo había considerado de esa manera. ¿A qué se dedica usted?

-¿Cómo? ¿Habla en serio? ¿Nunca lo había considerado de esa manera? Yo soy profesor de filosofía y, por tanto, me dedico a dar vueltas a aquellas cuestiones a las que otros no prestan la más mínima atención. Por ejemplo, pienso en qué estará pensando de mí la dentista, en lugar de si llevo la camisa arrugada. En si las arrugas de la camisa le conducirán a pensar que soy soltero o si por el contrario creerá que vengo directamente del trabajo. Yo no me detengo en estupideces del tipo de cuánto me va a costar arreglar todo este desaguisado, amplio de miras como soy, prefiero pensar en si la estructura de mi dentadura obedece a la de un kantiano recalcitrante o si es la típica configuración vulgar de un comercial de bebidas alcohólicas.

-Ja, ja, ja, ja. Insisto en que es usted una persona muy divertida. Vamos a ver ese 24.

-Doctora, le aseguro que esto no es tan desagradable para mí como ignorar para siempre si los dientes pueden ser un dato relevante de la personalidad. Antes de adentrarnos en las profundidades de mis pequeños huesos bucales, ¿los colmillos de un abogado son más o menos afilados que los de un periodista? Y tan sólo una pregunta más: ¿mira a su marido basándose en su manera de ser o lo juzga por las veces que se cepilla al día?

-Ja, ja, ja, ja. Qué gracia tienen los filósofos. Nunca me había enfrentado a un 24 tan repleto de sentido. Seguro que debería responder a su pregunta afirmativamente. Sí, todas las dentaduras son iguales para mí...

-Si todas las dentaduras son iguales, al menos a grandes rasgos, ¿qué interés tiene su oficio?

-Ninguno, al margen de colaborar en que la vida sea más agradable de lo que es para mis pacientes.

-Luego usted no trabaja por dinero.

-Claro que sí. ¿Y usted?

-Yo trabajo para facilitarle a usted el camino a la felicidad. Para hacerle ver que cada diente no es un mero diente, ni cada empaste un mero empaste. Para tratar de averiguar si nuestras bocas pueden ser metáforas de lo que vivimos y, por tanto, en rigor, de lo que decimos. Trabajo para hacerles preguntas tontas a personas inteligentes y preguntas inteligentes a personas que no lo son tanto; para borrar la frontera entre lo oficialmente inteligente y lo establecido como estúpido. Hinco mis dientes en la racionalidad para ver si hay algo que sacar del pensamiento, aparte del gusto por dejar de tener faltas de ortografía o memorizar las capitales de Europa. Busco verdades ocultas, que se esconden detrás de las vidas individuales, de las apasionantes historias de cada uno de mis semejantes, a los que jamás lograré ver como tales, porque tengo un problema, por encima de este flemón: se le podría llamar hiperreflexividad; diagnosticarlo sólo serviría para hacer de mí una persona especial.

Y para eso ya está cada uno de nosotros. ¿Qué, me hace un tatuaje en la pieza dañada? A ver si es posible que se lea: "Mi mujer y mis hijos: me los como. ¿Por qué me salen caries?"

-Bien. Siéntese. Esto va a ser más fácil de lo que usted se imagina.

-Desde luego que sí. Mire, cuando abro la boca y cierro los ojos en el dentista sueño que tengo una conversación en la que articulo de manera adecuada cada una de las sílabas que pronuncio. Y eso sin plantearme si son sílabas o palabras lo que digo.