miércoles, 14 de febrero de 2018

Cartas para B. III

Mi queridísima Beatriz,

Si no te escribiese me dejaría una necesidad olvidada en mi biografía. Quizá no haya nada más terrible que lo no dicho, los trazos imprescindibles de las letras no escritas nunca, que nadie echará de menos porque no llegaron a ver la luz, aun mereciéndolo. Imprescindibles.

Hace poco hablábamos en la cocina, con los niños, de las Cartas a un joven poeta de Rilke, ¿recuerdas? (Claro que nuestras vidas son mucho más prosaicas de lo que esa escena pudiera sugerir). La poesía como una necesidad vital, los recuerdos de Stefan Zweig acerca del sigilo y la ligereza de los pasos de Rilke, esa manera delicada de existir... ¿Y si nadie hablase nunca de nosotros en el futuro? Si el paso del tiempo, como parece inevitable, borrase todo rastro de nuestro presente.

Por eso la escritura ha de tomarse como un deber para con uno mismo, a fuerza de serlo para contigo. Nadie hablará en el futuro de mí, pero al menos te habré dejado dicho lo que de otro modo tal vez, sería ajeno incluso para mi conciencia.

Debe de haber zonas del no espacio en el que se encuentren, frente a frente, palabras que habríamos dicho con palabras olvidadas que dijimos. Lo posible y lo pasado en un grácil abrazo delicuescente. ¿Crees que podría volver a presentársenos lo ya inconsciente, como un poema de adolescencia en el que no podemos reconocernos, por más que se esfuerce el músculo de la supervivencia? ¿No sería morir de éxito descubrir, al cabo de una historia, que habíamos olvidado aquello que protagonizamos? Y así, ¿no correrá la existencia de la pobre madurez en la mediana edad, ágil, hacia la captura de una identidad todavía viva?

No hay vacíos a pesar del olvido, sino que permanece la esperanza de encontrar -no recuperar- hallazgos ahora inmerecidos; por irrelevantes, por insensatos, por cretinos. Qué extraño esfuerzo inconsciente he debido de poner en esconder lo que he sido, lo que habríamos dicho. Eso son ahora mis deseos, paradójicamente, hacia atrás: haberte conocido antes, haberte observado en el lugar exacto en el que no caben las fotos, en todo lo que nadie, ni siquiera tú, puede hallar. ¿Lo ves? Los huecos de tus relatos de juventud. Tus inquietudes olvidadas, las amistades que no echas de menos, aquel silencio que esperaba algo insólito, lo imprevisible. Eso que ya hemos perdido de vista a la espera de novedades.

En ocasiones pienso que no soy sincero al quererte como eres. Porque debería haber aprendido a amar los huecos de tu discurso. Ya no recito el "lo que eres me distrae de lo que dices" del viejo Salinas, pues no lo contemplo en toda su verdad: lo que eres, o sea, lo que has sido sin que lo sepamos.

Perdóname por ir buscándote en ti, en lo minúsculo a veces, en lo irrelevante, en lo que nos hacía uno y felices al mismo tiempo. En esa verdad a medias que manifiesta tu ser, y haber pasado por alto lo que tú no sabes de ti, lo que sólo Dios miró con ternura. Perdóname por haber olvidado que tenía que preguntarte por lo que no podías responder, y no únicamente por lo que podías gozosa y alegremente decir, sin más. Necesito que sepas que lo no preguntado es lo que más necesito amar, para quererte ahora como eres.

viernes, 9 de febrero de 2018

Largo, ma non tanto. Del tiempo.

Por alguna razón que siempre se me escapará, decidí hace algún tiempo responder a la pregunta de mis hijos acerca de cuál es mi canción favorita, con "El concierto para dos violines de Bach". Se trata del BWV 1043. Pero más en concreto, el movimiento que lleva por título "Largo ma non tanto".

Lo has escuchado tantas veces... He hablado de él en tantas ocasiones sin decir ni una sola palabra de lo que hay en esa música... Escribo sobre este fragmento porque nunca he comentado realmente qué hay en él que lo hace tan especial, porque no lo sé, porque me gustaría entenderlo.

Se trata de un diálogo y un acompañamiento a la vez. Los dos violines se entretejen, se trata de un relato triste, nostálgico siempre, una definición exacta del transcurrir de las lágrimas que deja espacio para ensanchar alrededores. Esta pieza perdurará siempre en mi memoria difusa; no tengo ninguna imagen, ningún enigma asociados a ella. Pero siempre que la escucho me parece que la belleza y la tristeza se encuentran hermanadas, como el silencio y la escucha. Hay un clamor en el ligero avanzar y retroceder, en la repetición de lo indecible.

Con este Largo puedes avanzar tanto como retroceder, pero siempre hacia atrás. Es casi imposible escucharlo con los ojos abiertos, pues cualquier sensación te distrae de lo verdaderamente importante. ¿Qué es lo que se impone por encima de todo? La atención, sin duda. Bach compuso esta música exclusivamente para ser escuchada. En su mente no podía haber ni la más mínima intención de escribirla; se trata de un dictado pormenorizado de lo que se escapa una y otra vez, manteniéndose presente. Es la música más inaprensible que cabe escuchar. No habla de muerte, ni de lejanía, no dice una sola palabra de ausencia ni de pérdida. Pero en ella no hallarás algo más que el puro vacío de lo que echas de menos en toda su rotundidad, en su no estar más preciso. Sin duda necesitarás proveerte de unos auriculares para escucharla en su más íntima manifestación, casi silenciosa.

Paradójicamente, como la vida que mira al pasado: largo, ma non tanto.