viernes, 1 de diciembre de 2017

Píldoras filosóficas. I

No me gusta el nombre "píldora", con el que frecuentemente nos referimos a textos de pequeña extensión, que suelen utilizarse en ámbitos psicológicos y pedagógicos. Se trata de una especie de breves consejos, de explicaciones sencillas que pretenden servir de ayuda a una finalidad pretendidamente profunda. No he oído hablar de "píldoras filosóficas". A pesar de que, insisto, la expresión me parece desafortunada, creo que lo que quiero compartir son precisamente eso: composiciones no muy largas que puedan servir de ayuda para la práctica de la filosofía, esto es, que sean útiles a la reflexión. Por tanto, a riesgo de no producir verdaderas píldoras, me propongo ofrecer breves artículos sobre temas tan diversos, que a duras penas me daría para poder decir de qué quiero hablar.

Hoy hablaré de la Pereza.

Para muchos la Pereza es un vicio que se opone a la virtud de la Laboriosidad. La Laboriosidad, a su vez, remitiría a una virtud más alta, la Fortaleza. Ésta puede ser definida como la costumbre de empeñarse en ser uno mismo más allá de las dificultades. Siempre he pensado que la Filosofía Estoica es un desarrollo estricto de la virtud de la Fortaleza. Porque el combate que el estoicismo propone con los cambios de fortuna, los sentimientos, las cosas que nos pasan, que no dependen estrictamente de nosotros, seguramente consiste en una pugna por ser fuerte a pesar de las dificultades. Por ello, la Fortaleza incide en el vigor del ánimo. Se trata incluso de una síntesis de la virtud como tal. Si ser virtuosos -siempre se ha dicho- nos hace fuertes (vis, fuerza), la fortaleza podría ser, vista desde la filosofía de la Estoa, la virtud de la virtudes (en lugar de la Justicia o la Prudencia, como quisieron Platón y Aristóteles, respectivamente).

Pues bien, la Pereza es uno de los problemas que más frontalmente se oponen a la Fortaleza. La Pereza es la costumbre de dejar de hacer lo que uno se propone o aquello a lo que se es llamado, por el mero hecho de dejar de hacerlo. Sí, tal cual: el perezoso no quiere hacer otra cosa que lo que se le dice o se dice que ha de hacer, sino tan sólo no hacerlo. La pereza -la escribo con minúscula a partir de ahora- es una negación. El perezoso puede no levantarse a la hora, o no ir a comprar el pan. Puede, tal vez, dejar el estudio para después o no cambiar de canal por no estirar el brazo. Estamos ante una persona cansada. ¿Cansada de qué o por qué? No se ha realizado un ejercicio especialmente agotador, nada concreto hay que achacar a un plus de esfuerzo; sin embargo, "no me apetece". Pero no hay una falta de disposición puntual, sino más bien habitual. La pereza es un vicio y, por tanto, ha de ser un hábito, siguiendo a los clásicos. Por eso, un perezoso no es aquel al que le cuesta esto concretamente, sino quien encuentra una dificultad más amplia, que se extiende a lo largo de todo aquello que en un momento dado no le es apetecible.

Entendida así, la pereza, lejos de ser un acto, indica una tendencia. Si tiendo a acusar toda contrariedad por oponerse a mis apetencias, ser perezoso me convierte realmente en una persona débil. Para muchos se trata de la madre de todos los vicios, no sin razón. Y con frecuencia, utilizamos la palabra para referirnos a lo que tendemos a evitar o, si se quiere, aquello con lo que no congeniamos. "Me da pereza escucharle, siempre me habla de cuestiones sin interés para mí". "Uf, ahora clase de Lingüística, qué pereza". Es como si en el uso del término hubiésemos derivado hacia un significado del vicio que lo reduce a un genérico "no me gusta, me resisto a pasar por ahí, mejor lo dejo, paso de ello". Lo que llama la atención es que la pereza misma posee la capacidad de extenderse, de llenar, de hacer general una actitud. Pero no una concreta ante una circunstancia determinada, sino una general hacia muy diversas variables de lo que rechazamos. O sea: la pereza es una generalización.

De este modo, el spleen del que habló Baudelaire, el hastío, el aburrimiento, son horizontes habituales sobre los que a duras penas sobrevive el perezoso. Y así, puede convertirse en una actitud ante la vida. Incluso en una manera de ser. Podría ocurrir que alguien fuese, por encima de todo, perezoso. Se agarraría a otras cualidades para justificar el seguir teniendo ganas de vivir, pero en el fondo se encontraría cansado de poner empeño en cualquier circunstancia que no le resultase favorable o fácil en el momento. El perezoso está a punto de ser consumido por la fuerza del tiempo. Casi carece de toda esperanza, pues la fuerza de la costumbre es justamente su única fuerza y, dado que ésta está ausente en cualquiera de sus acciones, se deja llevar; ha entregado su vida al natural pasar de los acontecimientos.

El perezoso sabrá encontrar en sí mismo al héroe que siempre buscó con relativa facilidad. Bastará con que alguna vez haga algo que no le apetezca, con plena consciencia del extremo valor que necesita reunir para ello. Esa es quizá la única tabla de salvación a la que podría agarrarse para poder hacer algo nuevo. La razón por la que hemos de huir de la pereza es la conciencia de que la novedad debería ser más fuerte que el cansancio. Y entonces, ¿qué puede resultar nuevo para el perezoso? Únicamente aquello que venga de fuera, algo que él mismo no pueda darse: un beso, una sonrisa o un empujón; pero nunca una razón plausible.


2 comentarios:

Unknown dijo...

A veces creemos que hemos evolucionado con los siglos, pero ya en la antigua Crecía -a la que haces referencia-, se trataban estos temas. Y era porque el hombre tenía las mismas virtudes y defectos. Buen artículo.

oscar pintado dijo...

Mil gracias, Rubén. Un abrazo.