jueves, 21 de febrero de 2019

El beneficio de la Filosofía

Cuando repaso reflexivamente, al cabo de algunos años ya, el porqué, no de las cosas, no del sentido, ni del mundo, ni del hombre; sino el porqué del gusto por la Filosofía, me encuentro con un alud de beneficios, que en pocas disciplinas pueden encontrarse.

Por qué a alguien le gusta la Filosofía no es una pregunta para filósofos ni tampoco una pregunta por los gustos personales. Se trata de un interrogante que pretende sacar toda la honradez posible del fondo de las almas, de las vida, de tantos amigos. Por qué, con independencia de la labor profesional que cada uno de nosotros desempeñamos, brilla al fondo, o quizás en primer plano, la filosofía como una forma de vida.

Sobra decir que al alumno medio no le interesa más allá de aprobar la asignatura en Bachillerato. Que a unos cuantos elegidos les interesan los temas que se tratan y cómo se enfrentan al desnudo los verdaderos problemas que nos acucian. No merece la pena tampoco destacar que, para la mayoría de estos últimos, dedicarse a la filosofía es un riesgo que no puede correrse, porque la vida está antes. Es más importante el encuentro con un futuro prometedor que el riesgo de toparse con uno mismo.

Hace ahora... unos veintisiete años, mi primer mentor, Samuel, ayudándome a tomar la decisión de estudiar la carrera universitaria de Filosofía, me dijo que no se trataba de intentar escoger un camino para resolver los problemas personales; tampoco de una forma de ganar puntos para ganar discusiones polémicas. Cuánto te debo, maestro, por aquel rato en el Bar Miki de Pedro Muñoz.

Pero después vi que Sócrates pensó que la Filosofía consistía en conocerse a sí mismo. Que mi querido Jaspers la definió como una aclaración de la propia existencia. Y hoy no puedo más que afirmar que la filosofía consiste, ante todo, en un recorrido que cada cual ha de recorrer en primera persona, como considero que pensaba Platón. No se trata, en efecto, de intentar aclararse con la confusa existencia en la juventud de los 18 años. Pero ante todo, hacer filosofía es una forma de aclararse, de desvelar. Una operación de cataratas que no te garantiza que no vuelvan a aparecer. De manera que no sabe uno si lo que importa es apartar la niebla u operarse para intentarlo. Porque la filosofía es un riesgo. No muy grande, lo reconozco, pero en todo caso mayor que el que cualquiera está dispuesto a correr cuando decide que una, y no otra, es su pasión.

La Filosofía es una pasión inútil, sólo apta para aquellos que han sido tocados por la magia del intentar saber mirar, saber ver y querer saber mejor.

Cuando un alumno recibe una clase sobre la muerte tal y como la entiende Heidegger o Levinas, se conmueve. Y esa remoción perdura unos cuantos minutos. En algunos casos unas horas. Pero, ¿en cuántas personas resuena de por vida, encontrando en la cuestión algo verdaderamente crucial? Ese es el beneficio. Después de treinta años interesado por ella, considero que la filosofía sigue intacta porque los porqués permanecen sin una respuesta definitiva, a pesar de tantos ensayos que parecían haber descubierto una tierra nueva y verdadera. Esto, creo, nos hace más conscientes. Desde luego, no mejores, mucho menos más preparados para la vida, para el trabajo, para el dolor o para la realidad. Pero sí más conscientes de que preguntarse por la vida, por el trabajo, por el dolor o por la realidad, sigue siendo importante.

Hacer filosofía es una manera de enfrentarse a sí mismo y ello supone un peligro capital para la salud mental. Es un atrevimiento y una aventura que no podemos ni queremos evitar. No nos lleva a ninguna parte, pero es posible que no hayamos pensado bien cuánto beneficio nos procura. Esta actitud es mejor que el jenjibre, que el tomillo, el boldo y la manzanilla juntos. Se trata de una manera lúdica de intentar entender algo del misterio, tan inútil y oscuro. Me gustaría poder argumentar por qué a veces pienso, como Rilke de la Poesía, que la Filosofía es la ciencia más exacta. Pero eso no se puede hacer.