sábado, 21 de junio de 2025

Qué pasa con Dios si eres agnóstico

 Gracias Rafa, gracias Enrique, amigos, por la valentía que supone pedirme que escriba algo que, en principio, podría interesaros. Hablaré de Dios.

Dios existe y esto no tiene nada que ver con la filosofía.

Si Dios no existiera a nadie le interesaría y, por tanto, mucho menos a la filosofía, que ama las mayorías a su manera. Con todo, en honor a lo que Enrique me pide, no hablaré de filosofía.

¿Pides pruebas de la existencia de Dios para creer que existe? Lógico. Si yo dudase de la existencia de Las Malvinas pediría fotos, un puñado de tierra, algún aroma inconfundible tal vez... Pero si las cosas fuesen así de fáciles, ¿qué prueba pediría de la existencia de Dios, para abadonar mi agnosticismo? Un milagro: algo "sobrenatural", que nadie pueda explicar. Un misterio largamente escondido, resuelto por fin, por obra de un irracional argumento. Por ejemplo, si un médico mundialmente famoso dijese que no hay modo científico de explicar cómo XCN ha podido superar un cáncer fulminante, a menos que se haya producido un milagro; ¿qué diré y, sobre todo, qué pensaré?


 Si quieres que escriba algo para ti, sólo tienes que decírmelo. Porque escribir para nadie es decirle al lenguaje algo que no puede escuchar. 

jueves, 3 de noviembre de 2022

viernes, 22 de febrero de 2019

Tras la lluvia (decadencia III)

Se ha detenido la lluvia
y las últimas gotas
cuelgan de los tejados
sin atreverse a enfrentar
el precipicio de un destino
de sol y primavera,
que espera en torno,
el suave amanecer doliente.

La brisa intacta marchó
hacia otros anchos espacios
en un leve desplazamiento,
y nos ha legado toda la luz
que habita oculta
en los marcos de las ventanas.

Silbidos de pajarillos
se confunden con los recuerdos
y la humedad en sus alas
es calor que apacigua
el pecho grave y frontal
de mi última mañana.

jueves, 21 de febrero de 2019

El beneficio de la Filosofía

Cuando repaso reflexivamente, al cabo de algunos años ya, el porqué, no de las cosas, no del sentido, ni del mundo, ni del hombre; sino el porqué del gusto por la Filosofía, me encuentro con un alud de beneficios, que en pocas disciplinas pueden encontrarse.

Por qué a alguien le gusta la Filosofía no es una pregunta para filósofos ni tampoco una pregunta por los gustos personales. Se trata de un interrogante que pretende sacar toda la honradez posible del fondo de las almas, de las vida, de tantos amigos. Por qué, con independencia de la labor profesional que cada uno de nosotros desempeñamos, brilla al fondo, o quizás en primer plano, la filosofía como una forma de vida.

Sobra decir que al alumno medio no le interesa más allá de aprobar la asignatura en Bachillerato. Que a unos cuantos elegidos les interesan los temas que se tratan y cómo se enfrentan al desnudo los verdaderos problemas que nos acucian. No merece la pena tampoco destacar que, para la mayoría de estos últimos, dedicarse a la filosofía es un riesgo que no puede correrse, porque la vida está antes. Es más importante el encuentro con un futuro prometedor que el riesgo de toparse con uno mismo.

Hace ahora... unos veintisiete años, mi primer mentor, Samuel, ayudándome a tomar la decisión de estudiar la carrera universitaria de Filosofía, me dijo que no se trataba de intentar escoger un camino para resolver los problemas personales; tampoco de una forma de ganar puntos para ganar discusiones polémicas. Cuánto te debo, maestro, por aquel rato en el Bar Miki de Pedro Muñoz.

Pero después vi que Sócrates pensó que la Filosofía consistía en conocerse a sí mismo. Que mi querido Jaspers la definió como una aclaración de la propia existencia. Y hoy no puedo más que afirmar que la filosofía consiste, ante todo, en un recorrido que cada cual ha de recorrer en primera persona, como considero que pensaba Platón. No se trata, en efecto, de intentar aclararse con la confusa existencia en la juventud de los 18 años. Pero ante todo, hacer filosofía es una forma de aclararse, de desvelar. Una operación de cataratas que no te garantiza que no vuelvan a aparecer. De manera que no sabe uno si lo que importa es apartar la niebla u operarse para intentarlo. Porque la filosofía es un riesgo. No muy grande, lo reconozco, pero en todo caso mayor que el que cualquiera está dispuesto a correr cuando decide que una, y no otra, es su pasión.

La Filosofía es una pasión inútil, sólo apta para aquellos que han sido tocados por la magia del intentar saber mirar, saber ver y querer saber mejor.

Cuando un alumno recibe una clase sobre la muerte tal y como la entiende Heidegger o Levinas, se conmueve. Y esa remoción perdura unos cuantos minutos. En algunos casos unas horas. Pero, ¿en cuántas personas resuena de por vida, encontrando en la cuestión algo verdaderamente crucial? Ese es el beneficio. Después de treinta años interesado por ella, considero que la filosofía sigue intacta porque los porqués permanecen sin una respuesta definitiva, a pesar de tantos ensayos que parecían haber descubierto una tierra nueva y verdadera. Esto, creo, nos hace más conscientes. Desde luego, no mejores, mucho menos más preparados para la vida, para el trabajo, para el dolor o para la realidad. Pero sí más conscientes de que preguntarse por la vida, por el trabajo, por el dolor o por la realidad, sigue siendo importante.

Hacer filosofía es una manera de enfrentarse a sí mismo y ello supone un peligro capital para la salud mental. Es un atrevimiento y una aventura que no podemos ni queremos evitar. No nos lleva a ninguna parte, pero es posible que no hayamos pensado bien cuánto beneficio nos procura. Esta actitud es mejor que el jenjibre, que el tomillo, el boldo y la manzanilla juntos. Se trata de una manera lúdica de intentar entender algo del misterio, tan inútil y oscuro. Me gustaría poder argumentar por qué a veces pienso, como Rilke de la Poesía, que la Filosofía es la ciencia más exacta. Pero eso no se puede hacer.

jueves, 8 de noviembre de 2018

El día que me muera (decadencia II)

Será de noche.
Me habré puesto pequeño,
como un cadáver,
recogido en mí, quieto.

Seguro de sí,
seré un monumento,
sin las palabras
que llevaría el viento.

Y la figura
perfumada, artificial,
solemne, tiesa,
reposará aún carnal.

Pereceré ausente,
en el tiempo cumplido
seré víctima
del deseo último.

En apariencia,
la carne inexplicable,
perfecta conjunción de
huesos de aire.

Mira entonces,
observa atenta el gesto
que te ignora
sabiéndose al fin muerto.

La luz fugada
mientras me besas así,
con labios vivos,
alumbra otro aquí.

Vendrán recuerdos
a enturbiar el momento
único, fino,
de tu ligero beso.

Adiós, mi amor.
Es la vida tan leve
y tan áspera
tan carnal y tan breve.

(Inerte).

Una aventura
narrada por otros ya
todo depende,
todo es ahora nada.

Viene el futuro
robando esperanzas,
llegan fotografías
aún olvidadas

resurgiendo,
¿de dónde, amor mío?
se llegan frenéticas,
mira, blandiendo

conjuras, reclamando
un lugar, un destino
vacío, estrecho,
justo ahora, cuando

más necesito saber
a ciencia cierta
que yo me estoy dejando
una puerta abierta.



jueves, 1 de noviembre de 2018

Te doy lo que tengo (decadencia I)

Tengo tanto de casi todo
que no me cabe en el alma;
tengo lenguaje, palabras
para armar una historia
lúgubre, un cuento triste,
un amor, un cándido
relato de equívocos
banales, una filosofía,
una anacrónica suerte
de recuerdos inválidos
que pugnan, cada cual
por morir secándose
más rápido que un beso
en la frente frente al sol
de mi roca seca mirando
allí, de donde sé que no
provengo, a pesar de ser
de rancio abolengo, noble
mezcla de lo que llegué a ser
y de lo que soy, de todo
lo que poseo y no tengo.

Qué alto honor, qué vestigios
de sombra he de arrullar
en mi calma, tan sereno
como una piedra tallada
en un decurso lento, allí
donde el deseo no reina,
donde la dulce, serena
mano del artista pule
con devoción y con pena
el duro mármol, la escena
lenta y voraz, temporal y
eterna, esa voz fatal,
inoportuna y tierna
de una luz ausente, leve,
que alumbra mi pena toda,
mi agraz agonía, mi
muerte lenta, mi dejadez,
mi oscuro trono , mi sol
marchito, mis quehaceres,
mis sombras todas, silencios
que con rabia y tortura
no guardo, por no ser míos,
sino una queja, destino
oculto que me lleva, ay
a hablar de mí, de mi tema,
de mi noble mentira,
de mi solaz pasar, de mi
tiempo roto, perdido, en fin,
alumbrando primaveras.

En mi haber tengo excusas,
llevo entrañas de culpa
marcadas en la agenda
de mi pasado inconcluso,
tengo avatares pequeños,
dispongo de minúsculos
detalles, de tantos triunfos
soñados, azares, penas
pagadas, penas debidas,
tengo, una vida pequeña
que no le cabe en el cuerpo
a una flor, por bella que
quiera ser destacándose,
encima de un tallo largo.
Tengo la vida otorgada,
un desliz de la tierna
juventud tardía, de aquellos
a los que nunca pagaré
el regalo sorprendente
de ser solo una persona,
una para ellos, una
para mí, una para ella,
dos en mi cabeza insana,
dos, siempre dos, toma mi alma,
ten en cuenta tu herida,
y llévame tú al cielo,
del que me esconderé al alba.


miércoles, 14 de febrero de 2018

Cartas para B. III

Mi queridísima Beatriz,

Si no te escribiese me dejaría una necesidad olvidada en mi biografía. Quizá no haya nada más terrible que lo no dicho, los trazos imprescindibles de las letras no escritas nunca, que nadie echará de menos porque no llegaron a ver la luz, aun mereciéndolo. Imprescindibles.

Hace poco hablábamos en la cocina, con los niños, de las Cartas a un joven poeta de Rilke, ¿recuerdas? (Claro que nuestras vidas son mucho más prosaicas de lo que esa escena pudiera sugerir). La poesía como una necesidad vital, los recuerdos de Stefan Zweig acerca del sigilo y la ligereza de los pasos de Rilke, esa manera delicada de existir... ¿Y si nadie hablase nunca de nosotros en el futuro? Si el paso del tiempo, como parece inevitable, borrase todo rastro de nuestro presente.

Por eso la escritura ha de tomarse como un deber para con uno mismo, a fuerza de serlo para contigo. Nadie hablará en el futuro de mí, pero al menos te habré dejado dicho lo que de otro modo tal vez, sería ajeno incluso para mi conciencia.

Debe de haber zonas del no espacio en el que se encuentren, frente a frente, palabras que habríamos dicho con palabras olvidadas que dijimos. Lo posible y lo pasado en un grácil abrazo delicuescente. ¿Crees que podría volver a presentársenos lo ya inconsciente, como un poema de adolescencia en el que no podemos reconocernos, por más que se esfuerce el músculo de la supervivencia? ¿No sería morir de éxito descubrir, al cabo de una historia, que habíamos olvidado aquello que protagonizamos? Y así, ¿no correrá la existencia de la pobre madurez en la mediana edad, ágil, hacia la captura de una identidad todavía viva?

No hay vacíos a pesar del olvido, sino que permanece la esperanza de encontrar -no recuperar- hallazgos ahora inmerecidos; por irrelevantes, por insensatos, por cretinos. Qué extraño esfuerzo inconsciente he debido de poner en esconder lo que he sido, lo que habríamos dicho. Eso son ahora mis deseos, paradójicamente, hacia atrás: haberte conocido antes, haberte observado en el lugar exacto en el que no caben las fotos, en todo lo que nadie, ni siquiera tú, puede hallar. ¿Lo ves? Los huecos de tus relatos de juventud. Tus inquietudes olvidadas, las amistades que no echas de menos, aquel silencio que esperaba algo insólito, lo imprevisible. Eso que ya hemos perdido de vista a la espera de novedades.

En ocasiones pienso que no soy sincero al quererte como eres. Porque debería haber aprendido a amar los huecos de tu discurso. Ya no recito el "lo que eres me distrae de lo que dices" del viejo Salinas, pues no lo contemplo en toda su verdad: lo que eres, o sea, lo que has sido sin que lo sepamos.

Perdóname por ir buscándote en ti, en lo minúsculo a veces, en lo irrelevante, en lo que nos hacía uno y felices al mismo tiempo. En esa verdad a medias que manifiesta tu ser, y haber pasado por alto lo que tú no sabes de ti, lo que sólo Dios miró con ternura. Perdóname por haber olvidado que tenía que preguntarte por lo que no podías responder, y no únicamente por lo que podías gozosa y alegremente decir, sin más. Necesito que sepas que lo no preguntado es lo que más necesito amar, para quererte ahora como eres.

viernes, 9 de febrero de 2018

Largo, ma non tanto. Del tiempo.

Por alguna razón que siempre se me escapará, decidí hace algún tiempo responder a la pregunta de mis hijos acerca de cuál es mi canción favorita, con "El concierto para dos violines de Bach". Se trata del BWV 1043. Pero más en concreto, el movimiento que lleva por título "Largo ma non tanto".

Lo has escuchado tantas veces... He hablado de él en tantas ocasiones sin decir ni una sola palabra de lo que hay en esa música... Escribo sobre este fragmento porque nunca he comentado realmente qué hay en él que lo hace tan especial, porque no lo sé, porque me gustaría entenderlo.

Se trata de un diálogo y un acompañamiento a la vez. Los dos violines se entretejen, se trata de un relato triste, nostálgico siempre, una definición exacta del transcurrir de las lágrimas que deja espacio para ensanchar alrededores. Esta pieza perdurará siempre en mi memoria difusa; no tengo ninguna imagen, ningún enigma asociados a ella. Pero siempre que la escucho me parece que la belleza y la tristeza se encuentran hermanadas, como el silencio y la escucha. Hay un clamor en el ligero avanzar y retroceder, en la repetición de lo indecible.

Con este Largo puedes avanzar tanto como retroceder, pero siempre hacia atrás. Es casi imposible escucharlo con los ojos abiertos, pues cualquier sensación te distrae de lo verdaderamente importante. ¿Qué es lo que se impone por encima de todo? La atención, sin duda. Bach compuso esta música exclusivamente para ser escuchada. En su mente no podía haber ni la más mínima intención de escribirla; se trata de un dictado pormenorizado de lo que se escapa una y otra vez, manteniéndose presente. Es la música más inaprensible que cabe escuchar. No habla de muerte, ni de lejanía, no dice una sola palabra de ausencia ni de pérdida. Pero en ella no hallarás algo más que el puro vacío de lo que echas de menos en toda su rotundidad, en su no estar más preciso. Sin duda necesitarás proveerte de unos auriculares para escucharla en su más íntima manifestación, casi silenciosa.

Paradójicamente, como la vida que mira al pasado: largo, ma non tanto.


martes, 16 de enero de 2018

Telegrama

Qué bello término; línea a distancia. Palabras a distancia...

Con las palabras podemos hacer mucho más que enviar mensajes; podemos escribir el conjunto de esperanzas en que consiste nuestra infatigable sed de seguir existiendo mejor que antes.
Los buenos deseos del Año Nuevo debían de tener un sabor muy especial en la época en que nos transmitíamos las noticias urgentes mediante telegramas. Yo no lo he vivido, pero puedo imaginármelo. En realidad un Whatsapp es un telegrama. Pero como está al alcance de cualquiera en cualquier momento, los mensajes han perdido el protagonismo de las palabras. Los emoticonos son prueba de ello. Ya dejé dicho hace muchos años que una palabra vale más que mil imágenes. Y, sin embargo, nos empeñamos en desgastar las palabras con nuestro lenguaje de inmediatez y de entretenimiento.

Podemos escribir decenas de mensajes estando distraídos. Eso es imposible imaginarlo para el caso de los telegramas. Uno de ellos podía decir, por ejemplo: "Te espero en el café del otro día. A la misma hora. No faltes, por favor". Cada letra tenía precio. No podías extenderte, como en los twits. Pero no por intentar que el mensaje fuera corto para que lo leyese más gente, como es el caso, sino porque cada signo costaba un dinero. Qué bueno sería, en ese sentido, que lo que decimos en las redes sociales nos costase dinero; nos pensaríamos si decirlo o no y a quién.

Si a uno de nosotros nos mandasen un telegrama como el del ejemplo, ¿qué nos ocurriría? El contenido de las palabras que nos dirigen está repleto de vida: y nuestra imaginación puede ensancharse sin límite para intentar averiguar qué nos querrá decir. Releeremos el telegrama una y otra vez, para buscar dobles sentidos, intenciones ocultas. Como sucedía en las cartas de amor. Uno podía leer y releer, incluso observar la grafía. Podía imaginar el estado anímico de quien escribía a partir de lo dicho, de cómo estaba dicho y de cómo estaba escrito. Hasta hace muy poco existían personas que escribían en negro o en azul dependiendo de su estado de ánimo.

A diferencia de una carta, el telegrama poseía la marca propia de la poesía, pues la economía lingüística es un requisito insoslayable en la transmisión de lo importante. Como es de esperar en los versos, ni una palabra, ni un signo de puntuación están de más; se persigue la precisión antes incluso que la belleza. El poeta no es un escribiente, no se dedica a escribir sin más, sino que está llamado a decir lo imprescindible, en el doble sentido de lo que se necesita imperiosamente y lo que puede decirse casi con el silencio. Si algo puede transmitirse con apenas unos signos será más fácil de recordar y además, estará presente siempre, como la canción sublime cuya repetición es siempre un motivo de alegría. "No faltes, por favor", resonará acaso a lo largo de los años en nuestra mente y la memoria quedará prendada del tacto incluso del telegrama.

No podemos acostumbrarnos a la fealdad de las acotaciones, a las expresiones del tipo "xq", en las que se confunde la economía lingüística con la pereza para decir. No debemos caer en la tentación de escribir menos si la intención que nos mueve no es poética o telegramática. Si no cuesta dinero, ¿por qué dejar de escribir las palabras, en toda su belleza gráfica, a cuenta tan sólo de unos miserables segundos; que no es otra cosa la que ahorramos en el mal decir. Pues no es cuestión de velocidad, el telegrama era rapidísimo. No, lo que hemos creído ganar por el camino es la inmediatez, muy diferente de la velocidad.

Ahora bien, ¿lo importante no será que nos entiendan en profundidad, que haya una comunión en la comunicación? Escribir lo puede hacer casi cualquiera, pero decir la verdad, ese oficio que toca a los poetas, resulta más difícil de ser asumido como propio cuando ya no hay telegramas.

jueves, 11 de enero de 2018

El marqués de Salamanca

En las vacaciones navideñas tuvimos la ocurrencia de hacer pasar una mañana turística por Madrid a mis hijos y sobrinos pequeños. Se trataba de ahorrarnos lo que un guía turístico estaba dispuesto a embolsarse por enseñarnos el Madrid de los Austrias, o de las Letras y, por supuesto, la zona del Bernabeu.

Hacía tiempo que llamaba mi atención el que el barrio de Salamanca debiese su nombre a un personaje, un marqués que, al parecer, había sido el propietario de los terrenos en los que hoy se sitúa la llamada "Milla de oro" y, en general, la zona más chic de la ciudad. Así que decidí ponerme a investigar un poco, con la intención de poder realizar una ruta que resultase llevadera para los niños y atractiva para los mayores. Todo partía de un plan, aprobado en el año 1860, llamado "Ensanche de Madrid", encargado a un ingeniero y arquitecto llamado Carlos María de Castro, que vivió en la calle Fernando el Santo, 14.

Comenzamos por el museo Lázaro Galdiano, en Serrano esquina con María de Molina y lo cierto es que deberíamos haber terminado allí. Por si no lo habéis visitado, he de decir que vale mucho la pena (el tipo fue ante todo coleccionista de arte y llegó a reunir 12.000 piezas). Después fuimos capaces de ver por fuera varios palacios y palacetes del barrio, la mayoría de ellos construidos a principios del siglo XX. Hay un arquitecto muy prolífico en el barrio, seguramente el que más edificios proyectó, llamado Saldaña, que realizó obras muy meritorias. Algunos edificios de la época están destinados hoy al alquiler de pisos, por ejemplo en la calle Velázquez, 63. Otros son sedes de embajadas, como la italiana, en la calle Lagasca.

Me arrebató la biografía del marqués, José de Salamanca y Mayol, malagueño de nacimiento, aventurero, hombre cercano a la corona de Isabel II, enemigo y luego amigo de Narváez, hombre de negocios, que había estudiado Filosofía y Derecho. Fue, según cuentan, el hombre más rico de Europa en el último cuarto del XIX; y fue capaz de arruinarse y morir en Carabanchel desposeído de todos sus palacios en el barrio que lleva el nombre de su título nobiliario.

Salamanca fue bastante "trepa", por lo que parece. Y leer sobre él y sobre Lázaro Galdiano te permite avanzar un siglo en la historia y ver que, por ejemplo, lo de defraudar y llevar colosales sumas de dinero a Suiza no es sólo un signo de nuestro tiempo, sino que se llevaba a finales del XIX. La historia de ese siglo no sólo es apasionante desde casi cualquier punto de vista, sino que permite entender la actualidad sociopolítica española mucho mejor que la dictadura de Franco y la democracia en la que más o menos vinimos al mundo los de nuestra Generación.

Qué bueno sería encontrar a alguien de entre nosotros que pudiera guiarnos, por poner un ejemplo, por el museo al aire libre que hay a la altura de la calle Eduardo Dato, en pleno Paseo de la Castellana y las zonas de alrededor, con esculturas de autores españoles de Vanguardia. ¿Sabíais que hay una "Sirena Varada" de Chillida? Otras excusas también serían buenas para que padres e hijos nos diésemos una vuelta para descubrir tanta realidad enterrada en Madrid, a la que no prestamos ojos porque el semáforo se ha puesto en verde. Sobra decir que es tan sólo una idea.